¡Splash!

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«No te tires a la piscina de espaldas.» – su madre le advertía constantemente.

«Bueno, ¿y qué hay de malo?»

«Que no sabes lo que puedes encontrarte debajo. Quizá hay algún peligro, no haya agua suficiente, tal vez tropieces.»

Pero en su trayectoria de descenso, Lucas ya no escuchaba. A él le gustaba esa sensación de incertidumbre, de intensa excitación, donde la adrenalina se disparaba con cada inspiración justo antes del salto. Sólo cuando salía de nuevo a la superficie se daba cuenta de su buena ventura. 

Así es la vida, un salto en el vacío permanente, donde lo más importante es caer con la seguridad de que volverás a salir a flote. En un mundo de valientes.

El barco de los sueños

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Las tardes volaban entre las cornisas que rompían con la perfecta trayectoria de las calles. Los paseos, llenos de floridos y sonoros cerezos, invitaban a la gente a recorrer sus millas, y a recrear en ellos historias pasadas, lejanas, como el recuerdo de un tren de vapor. El sol se abrazaba a los tejados y se colaba entre las coladas de los patios, allí donde los cotilleos estaban a la orden del día y la actividad del vecindario no cesaba nunca.

Una tarde, como otra cualquiera en aquel verano caluroso. Una ciudad, como la que todo el mundo conoce, y dos personas como tú y como yo. Pero la situación no era tan común, y mucho menos sencilla.

La vida de Rosa, resuelta desde el nacimiento, había sido protegida y acomodada entre algodones. Nada podía dañarla, siempre y cuando siguiera las normas establecidas. Siempre habría alguien dispuesto a ayudarla, a orientarla por un mundo en el que la supervivencia no era algo fácil. Quizá ella no era capaz de valorarlo porque no se había enfrentado a la realidad del mismo modo que el resto de la gente, pero la verdad era ésa: siempre y cuando se comportara como una dama, e hiciera todo lo que tenía que hacer, tal y como le habían dicho, todo seguiría su curso regular, como un calendario en el que los meses transcurren tranquilamente, sin percatarse siquiera del paso de las estaciones, de los cambios inherentes a su inevitable marcha.

Nicolás, sin embargo, no había tenido la misma suerte que Rosa. Su día a día se debatía entre el trabajo y la presión de permanecer a flote en una sociedad que devoraba continuamente hombres como él. Nico, “el soñador”, tenía la aspiración de convertirse en un retratista de renombre, y ser capaz de ganarse el pan con lo que por ahora era sólo una afición, pero que le permitía afrontar la dureza de un empleo que no le ocasionaba más que quebraderos de cabeza y alguna que otra resaca. Ya había tenido la oportunidad de codearse con la alta sociedad, y de demostrar su arte en alguna casa de buena reputación, como la de la familia de Rosa. Su padre se dedicaba al comercio textil y le había ido muy bien, permitiéndole fundar un patrimonio que salvaguardaba el futuro de su única hija. Su mujer, Amelia, era ama de casa y una fumadora empedernida, obsesionada con los rituales de belleza y un modelo de perfección que había pretendido inculcar a Rosa desde que ésta tenía uso de razón.

Nicolás y Rosa se habían conocido por casualidad. Ella venía de una exposición de pintura renacentista, cuando sus miradas se habían cruzado en el vestíbulo de la casa del número 19, a la hora exacta en la que su madre estaba preparando el té. Se oyó un chasquido y ambos sintieron un fuerte temblor, que quizá nada tuviera que ver con los sentimientos que afloraron repentinamente, sino con los intentos de su sexagenario vecino por crear su propia música con un piano ya más que destartalado. Nicolás había acudido allí para realizar el encargo de pintar a los miembros de la compañía textil en la que trabajaba Tomás, el padre de Rosa, con la misión de crearles publicidad, puesto que iba a ser expuesto en la feria internacional que se celebraba ese año en Barcelona. Rosa ni siquiera habría imaginado encontrarlo allí, y por supuesto no pudo olvidar el segundo en el que sus manos se estrecharon con la promesa de un reencuentro.

Tres meses después, y tras varias ocasiones en las que los dos se habían visto a escondidas, podría decirse que se amaban. Sí, no se gustaban ni se interesaban de un modo superficial, sino que se querían intensamente, como si ambos hubieran encontrado la pieza que faltaba en un complicado rompecabezas lleno de emociones, ideas, virtudes y defectos. No habían compartido más que dos cafés en un par de lugares poco frecuentados por la alta sociedad, tres paseos ajenos a las miradas escrutadoras de las señoras mayores, y muchos momentos de silencio y comprensión. Rosa entendía los miedos de Nicolás, y Nicolás se apiadaba de la figurada libertad de Rosa, que aunque aparentemente tenía al alcance todo lo que pudiera desear, no era libre completamente para expresar sus deseos y para elegir su destino.

Noventa días habían pasado desde ese día, y noventa días ninguno había abandonado la idea de emigrar juntos. Habían oído hablar de un barco de los sueños en el que se ponía la solución a sus problemas: la diferencia de clases, y el miedo al “qué dirán” que tanto frecuentaba las calles concurridas del centro.

Sólo eran dos personas, en una ciudad cualquiera, una tarde de verano como la del año anterior.

Sólo dos personas, quizá tú y yo.

 

Gracias

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No tenía palabras.

Lo habían logrado. Todo. Ellos. Con sus bailes, sus risas y sus espontáneos comentarios llenos de dulzura. Lo habían conseguido una vez más. Sin pedir nada a cambio, sólo por el mero hecho de entregarse a un sueño, a una ilusión.

Habían hecho que la multitud se levantara, aplaudiera y gritara de la emoción. No todos los artistas lo consiguen. Pero es que ellos eran unos pequeños artistas, los mejores que había conocido nunca hasta ahora. Tan especiales. Tan incomparables. Tan únicos.

Sólo podía dar las gracias y disfrutar cada momento – seguramente irrepetible – hasta la llegada del verano. Porque aun en silencio, cada segundo seguía siendo mágico.

La camioneta de Evan

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Las minas de Salisbury no eran más que un modo de supervivencia para Evan. Se levantaba antes del amanecer, y en su vieja camioneta de un azul cobalto ya corroído en la parte inferior, se dirigía hacia ese agujero negro en medio de la región. Era un lugar irónicamente dominado por los sueños. A pesar de la aparente necesidad de trabajar en un sitio como aquél, la gran mayoría de los mineros de Salisbury ahorraban su paga para algún capricho o algún proyecto a largo plazo. Algunos tan sólo deseaban guardar sus mensualidades para comprar un billete a la tierra prometida, tan anunciada en los carteles por las calles pavimentadas de los barrios más acomododados.

Evan había renunciado a su sueño hacía tres años. No tenía que ver con un afán desesperado por hacerse rico a corto plazo, ni con la ilusión de dejar de trabajar en la mina para dedicarse a esa pasión oculta que todos los trabajadores de la mina parecían poseer. Su sueño finalizó con una partida en barco en la que se derramaron tres lágrimas y una postal de Nueva York. Cada lágrima correspondía a una pérdida: la de la persona que emigraba y que se autoconvencía de una decisión mal tomada, la de Evan, que se quedaba condenado a ver pasar el tiempo siguiendo siempre la misma constante, y una última, para el iluso que, aunque acompañado, no tenía nada más que eso, una compañía carente de emoción.

Su sueño – se repetía Evan – se había quebrado como las olas en el muelle al partir el transatlántico. El dinero, ahora, de nada le servía. Por eso lo gastaba en las tabernas donde todo permanecía estático, donde no existían ni la perspectiva de futuro ni un mañana por el que luchar, donde las botellas guardaban en su interior recuerdos y se oscurecían con el paso de los años. 

Aún no


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Mi parte favorita de las películas es el momento en que empieza a salir el sol. Ésa es la señal de que todo ha terminado. Y sí, aunque las cosas nunca vuelvan a ser como al principio, la acción siempre desemboca en un final, no necesariamente feliz, pero un final al fin y al cabo.

Los personajes cambian, maduran, reaccionan. Algunos luchan, otros mueren, y la mayoría resisten gracias a un componente imprescindible, la suerte. Pero nada queda como estaba: el ama de casa se transforma en madre coraje, el ladrón en superhéroe rehabilitado, la cocinera ñoña en una superviviente.

Todos atraviesan fuegos, lidian con las desavenencias del destino y pierden algo de gran valor. Ninguno de ellos había advertido en su vida un sentimiento cercano a la comodidad y exigen un cambio. Un cambio, la tormenta.

Resuenan los truenos, los disparos, los gritos. Los más puros instintos se desatan. Después sólo se escucha la calma. Con su acto de presencia, el sol se va haciendo más visible.

Más de uno sonríe, observa, suspira, llora. De alegría, de rabia, de alivio, de esperanza. También nosotros, meros espectadores.

Aunque para saber si el verdadero final ha llegado hay que esperar a ver los créditos en la pantalla. 

No los vi esta vez.

El salón de té

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Silencioso y armónicamente diseñado, podría decirse que era una de las principales atracciones de la ciudad. Cualquier parisino que se precie conocía el “Chant de lune”, y había acudido allí en varias ocasiones para sumergirse en su atmósfera bohemia con toques de modernidad. Allí, los recuerdos lo eran todo: las paredes estaban invadidas por viejos discos de vinilo, los desgastados sillones de cuero hablaban por sí solos, y las lámparas ennegrecidas por la experiencia titilaban dubitativas en los días de tormenta. Las alfombras, de estilo oriental y carcomidas por los bordes, tenían un origen desconocido, aunque existen rumores de que fueron mandadas hacer de encargo por un comerciante hindú que quedó enamorado del lugar y vio en esa compra la posibilidad de que su presencia permaneciera intacta allí con el paso de los años.

En el salón nunca ocurría nada. Las horas se volvían perezosas y se quedaban esperando en un rincón, admirando los tapices o disfrutando de la música en directo. El viejo piano de madera, de vez en cuando, amenizaba las charlas distendidas de los asistentes, cuando era tocado por unas manos expertas. En algún momento, los aficionados también se atrevían a ejecutar alguna pieza, un rag-time o alguna balada desconocida, aunque enternecedora. Mas cuando eso ocurría, las horas, que nunca callaban, se volvían curiosas hacia el dulce sonido que se propagaba desde el fondo del local. Y esas mismas horas, que a veces lo significaban todo, permanecían inmóviles y pasaban desapercibidas, mientras el tiempo respiraba aliviado de poder sentirse libre de ataduras.

Así era el salón de té, una expresión de libertad y una mirada en el tiempo. Una utópica realidad en la que hasta los sueños podían hacerse realidad.

Paseo

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Todos sus encuentros habían sido siempre muy “raros”.

Sí, exacto, ésa era la palabra perfecta para describir las veces que habían coincidido. La primera, en la caja de ahorros, cuando ambos tuvieron la idea de aceptar la única plaza libre para un viaje a Chipre en agosto. Otra en San Marino, en una convención sobre algún tema medioambiental que ninguno recuerda, y la última de ellas, ayer, en Barcelona. Éste encuentro fue, sin duda, el más casual. Ambos caminaban por la acera izquierda – manías que uno va adquiriendo con el tiempo – y casi chocaron cuando ella se paró en seco intentando esquivar una bicicleta, y él andaba distraído leyendo un panfleto de una clínica dental. 

No pudieron evitar mirarse y sonreír, la situación lo requería. Se reconocieron el uno al otro, aunque no sabían ubicarse en un día ni en un lugar concreto. Pablo, que obviaba siempre los detalles y prefería las cosas prácticas, sintió una especie de punzada en el estómago. ¿Un flechazo? ¿O le habían sentado mal las tostadas del desayuno?

Loreto, en cambio, no sintió nada. Sólo un silencio indescriptible, como si de repente hubiera dejado de oír, y sólo se advirtiera un leve retumbar en su pecho. “¿Será él?”, pensó. Pero no dijo nada.

Siguieron caminando, sin volver la vista atrás. El ciclista, al final de la calle, se había detenido ante un semáforo en rojo. Lo había visto todo, pero tampoco dijo nada. “Como si fuera a servir de algo…”, pensó para sí. Ya eran más de las ocho, y el semáforo cambió al verde. La multitud se llevó consigo los pensamientos del chico de la bicicleta y los diseminó por toda la ciudad como confeti. Quizá aún no era demasiado tarde.

 

Despierta

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Hay conversaciones que despiertan una parte de tu mente. Entran por la puerta sin llamar y se cuelan en los rincones más oscuros, remueven tus pensamientos y confunden las ideas preestablecidas que siempre habían estado allí.

Esas conversaciones son decisivas, puesto que modifican tu espacio y tu tiempo, tu modo de ver las cosas, o incluso peor, pueden provocar un cambio. No son intencionadas, ni tampoco casuales, ni se muestran abiertamente. Se ocultan en palabras amables, en apretones de manos o incluso en miradas mudas, y transforman desde un ápice de tu ser hasta la inmensidad del mundo que te rodea, incluyéndote a ti mismo. 

Entonces te sientes muy pequeño, como una gota en medio del océano, como un grano de arena en un desierto inhóspito.

Pequeño y solitario, con la única compañía de porqués sin respuesta y de cómos sin medios. 

Solo eso.

Última noche

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Las primeras luces del alba se filtraban por la claraboya del tejado.

Sólo se sentía una tibia caricia en la piel, rayos de sol que se desperezaban aún adormilados.

La tímida luna se despedía despacio y se borraba con sigilo tras las nubes de plata.

Era su último adiós, el que descansando entre almohadas, se evadía lentamente. Fue como esas copas de vino de la noche anterior, que se derramaron hasta la última gota. Las mismas que hace tiempo habían llenado de sueños, secretos y promesas no cumplidas.