Las tardes volaban entre las cornisas que rompían con la perfecta trayectoria de las calles. Los paseos, llenos de floridos y sonoros cerezos, invitaban a la gente a recorrer sus millas, y a recrear en ellos historias pasadas, lejanas, como el recuerdo de un tren de vapor. El sol se abrazaba a los tejados y se colaba entre las coladas de los patios, allí donde los cotilleos estaban a la orden del día y la actividad del vecindario no cesaba nunca.
Una tarde, como otra cualquiera en aquel verano caluroso. Una ciudad, como la que todo el mundo conoce, y dos personas como tú y como yo. Pero la situación no era tan común, y mucho menos sencilla.
La vida de Rosa, resuelta desde el nacimiento, había sido protegida y acomodada entre algodones. Nada podía dañarla, siempre y cuando siguiera las normas establecidas. Siempre habría alguien dispuesto a ayudarla, a orientarla por un mundo en el que la supervivencia no era algo fácil. Quizá ella no era capaz de valorarlo porque no se había enfrentado a la realidad del mismo modo que el resto de la gente, pero la verdad era ésa: siempre y cuando se comportara como una dama, e hiciera todo lo que tenía que hacer, tal y como le habían dicho, todo seguiría su curso regular, como un calendario en el que los meses transcurren tranquilamente, sin percatarse siquiera del paso de las estaciones, de los cambios inherentes a su inevitable marcha.
Nicolás, sin embargo, no había tenido la misma suerte que Rosa. Su día a día se debatía entre el trabajo y la presión de permanecer a flote en una sociedad que devoraba continuamente hombres como él. Nico, “el soñador”, tenía la aspiración de convertirse en un retratista de renombre, y ser capaz de ganarse el pan con lo que por ahora era sólo una afición, pero que le permitía afrontar la dureza de un empleo que no le ocasionaba más que quebraderos de cabeza y alguna que otra resaca. Ya había tenido la oportunidad de codearse con la alta sociedad, y de demostrar su arte en alguna casa de buena reputación, como la de la familia de Rosa. Su padre se dedicaba al comercio textil y le había ido muy bien, permitiéndole fundar un patrimonio que salvaguardaba el futuro de su única hija. Su mujer, Amelia, era ama de casa y una fumadora empedernida, obsesionada con los rituales de belleza y un modelo de perfección que había pretendido inculcar a Rosa desde que ésta tenía uso de razón.
Nicolás y Rosa se habían conocido por casualidad. Ella venía de una exposición de pintura renacentista, cuando sus miradas se habían cruzado en el vestíbulo de la casa del número 19, a la hora exacta en la que su madre estaba preparando el té. Se oyó un chasquido y ambos sintieron un fuerte temblor, que quizá nada tuviera que ver con los sentimientos que afloraron repentinamente, sino con los intentos de su sexagenario vecino por crear su propia música con un piano ya más que destartalado. Nicolás había acudido allí para realizar el encargo de pintar a los miembros de la compañía textil en la que trabajaba Tomás, el padre de Rosa, con la misión de crearles publicidad, puesto que iba a ser expuesto en la feria internacional que se celebraba ese año en Barcelona. Rosa ni siquiera habría imaginado encontrarlo allí, y por supuesto no pudo olvidar el segundo en el que sus manos se estrecharon con la promesa de un reencuentro.
Tres meses después, y tras varias ocasiones en las que los dos se habían visto a escondidas, podría decirse que se amaban. Sí, no se gustaban ni se interesaban de un modo superficial, sino que se querían intensamente, como si ambos hubieran encontrado la pieza que faltaba en un complicado rompecabezas lleno de emociones, ideas, virtudes y defectos. No habían compartido más que dos cafés en un par de lugares poco frecuentados por la alta sociedad, tres paseos ajenos a las miradas escrutadoras de las señoras mayores, y muchos momentos de silencio y comprensión. Rosa entendía los miedos de Nicolás, y Nicolás se apiadaba de la figurada libertad de Rosa, que aunque aparentemente tenía al alcance todo lo que pudiera desear, no era libre completamente para expresar sus deseos y para elegir su destino.
Noventa días habían pasado desde ese día, y noventa días ninguno había abandonado la idea de emigrar juntos. Habían oído hablar de un barco de los sueños en el que se ponía la solución a sus problemas: la diferencia de clases, y el miedo al “qué dirán” que tanto frecuentaba las calles concurridas del centro.
Sólo eran dos personas, en una ciudad cualquiera, una tarde de verano como la del año anterior.
Sólo dos personas, quizá tú y yo.