Sin reloj

 

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En el fondo, le gustaba llegar tarde. Era una forma de hacer notar su presencia; sabía que todos le estaban esperando, mirando el reloj, impacientes, y maldiciendo con alguna de esas frases hechas que nadie sabe de dónde han salido.

Lo hacía siempre intencionadamente. Normalmente estaba preparada media hora antes de salir de casa, pero casualmente solía olvidar algo en casa, daba igual lo que fuera. Un bolígrafo, la tarjeta de crédito – fundamental por si surgía algún capricho inesperado -, la cabeza. Encontraba normalmente la excusa perfecta: un atasco, un parón en el ascensor e incluso una vez inventó una historia sobre un accidente en el supermercado que tenía de todo menos detalles creíbles. Pero la gente que le rodeaba se había acostumbrado a su falta de puntualidad como una más de sus cualidades. Uno de sus muchos defectos sin arreglo, difíciles de curar, como su adicción al alcohol en las noches de invierno. 

Aparentaba unos años más de los que tenía y no le gustaba jugar al póker. No sabía mentir. «Algo bueno tenía que tener», decía la gente. Y algo bueno tenía de hecho. Su gran capacidad de imaginación, unido a su escasa capacidad para mantener una mentira le otorgaban la posibilidad de crear buenas historias, con un cierto tono de realidad y guiones impredecibles.

Además, siempre se había sentido protagonista, y es por eso que nunca dejó que el tiempo gobernara sobre ella. Nunca se había comprado un reloj, y premeditadamente, seguía llegando tarde. Como una estrella de Hollywood. 

Nuria

 

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Día 19 de febrero de 2000

Una de las sensaciones más raras que he experimentado nunca es cuando me sorprendo de las cosas que ya había visto antes. Quiero decir, es fácil soltar un «¡oh!» mientras contemplas un atardecer en las cataratas de Iguazú – o al menos eso me supongo, yo que no he salido de mi pequeñísimo pueblo- o mientras realizas el descubrimiento del siglo en un laboratorio; o en el momento en que aparece una moneda de 500 pesetas en el bolsillo de ese pantalón que había estado en la silla del dormitorio durante más tiempo del necesario.

Pero cuando te sorprendes de las cosas que ya has vivido… Eso es raro. Ayer mismo, me enteré de que mi vecina, la Rosa, era fan, pero muy fan de mi grupo favorito. Y resulta que tenía entradas para el concierto de ese marzo. ¡Será bicho! Yo, que soy su seguidora desde que el mundo es mundo, y allí va ella, presumiendo de que se las ha conseguido el primo del amigo de alguno del otro pueblo. Pues vaya una novedad… Siempre consigue lo que quiere, no entiendo cómo lo hace. A mí me han dicho que les promete besos a cambio, pero yo no termino de creérmelo. Será un poco pedante, pero en el fondo es buena chica. 

Bueno, a lo que vamos, que luego me lío y en lo que va de año – que no es mucho – ya llevo un cuaderno casi completo. Y no es por el hecho de que me cueste mucho dinero conseguir otros nuevos, sino que al final no voy a encontrar sitio para meterlos. Así que venga… Hablemos de sorpresas.

Pues esta fue una de las más gordas de la semana, pero la otra fue aún, todavía, más rara. Resulta que mi amigo Diego, el de siempre, lleva unos días la mar de raro. Tan pronto me habla divertido, como se le va la cabeza y me suelta algún grito, como parece que está atontado volando lejos de aquí. Pero no es sólo eso, resulta que el otro día va y me regala una flor. Lo más normal del mundo, dice mi madre. Siempre ha sido un chico muy amable, afirma. Pero es raro. Y no es que nunca haya visto a nadie regalar una flor. A esto me refiero. Cosas que sorprenden sin ser hechos extraordinarios.

Y yo aquí, escribiendo de él en mi cuaderno… Otra sorpresa. Él tampoco puede ir al concierto así que supongo que iremos a coger moras por el camino hacia Ceresa. Y aunque no sea nada muy especial, y aunque no sean las cataratas de Iguazú, comer moras y cantar canciones inventando las partes que no nos sabemos – porque no es que seamos muy expertos en esto del inglés – siempre es divertido. Pero por favor, sólo pido eso, nada de flores… 

Aquí termina mi reflexión de hoy, antes dilema. Hasta mañana. 

Nuria.

Había una vez…

 

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En todo el pueblo se rumoreaba que estaba loca. Pero loca de atar. Tanto que hablaba sola y sólo por las esquinas, regañando a los gatos por quedársela mirando fijamente. «¡Descarados! A mí, una señorita de alta alcurnia. ¡Serán osados!» 

Se había quedado estancada en el siglo diecinueve, en plena ebullición de los importantes cambios sociales y culturales que trajeron consigo las diversas revoluciones y cambios de mente. No sé si es muy apropiado hablar de mentes, y transformaciones. La verdad es que aquélla no había salido muy bien parada. Seguía pensando que pertenecía a una familia de buena casta, cuando siempre había estado anclada a un pueblo que era una estación de paso en un importante mapa. Un punto inexistente en la inmensidad del país. Una pena.

Nunca habría salido del nido tranquilo y reposado en el que nació de no haber sido por los libros. Sí, esos grandes amigos que la acompañaron desde pequeña, primero en la biblioteca de la escuela y después a través de diversos mercadillos de obras de segunda mano. Ese lugar donde siempre encontraba un tesoro dispuesto a ser abierto, una historia pendiente de ser reinventada. Pilar nunca se abstuvo de comprar una reliquia con más de un siglo de antigüedad, y jamás se privó de estos caprichos, incluso cuando los tiempos exigían apretarse el cinturón. Ella prefería pasar hambre. Y leer. 

Recordaba un poco a don Quijote. «¡Pobre mujer!» pensaban en el pueblo. Pero ella no hacía caso. Daba de comer a sus gallinas por la mañana y por la tarde era feliz, en su butaca de boj tallada a cuchillo, mientras saboreaba una nueva historia, o quizá una novela de Dickens que ya había caído en sus manos con anterioridad. Siempre olvidaba sus gafas en la mesilla de noche, y no era consciente de su forma de refunfuñar mientras caminaba lentamente por el pasillo. Nadie la conocía tan bien como yo, que nunca la había visto.

Y sin embargo era tan predecible, tan entrañable. Como esos personajes de un Londres en llamas. 

Un genio

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– Sí, mamá, la Tierra es como una peonza. Gira, y gira, y gira… Pero ¿nosotros por qué no nos movemos? ¿Eh, mamá? ¿Por qué?

– Deja de inventarte cosas y estúdiate bien la lección. ¿Quién gira alrededor de la Tierra, Galileo?

– El Sol, mamá.

– Muy bien, hijo.

(…Y gira, gira, gira… ¿Por qué no nos moveremos?) 

Pulgas y Polka

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Justo en ese momento, Pulgas salió disparado a través de los sinuosos caminos del parque. Habrá olido un conejo, pensó Víctor. En esta época no es infrecuente verlos aparecer entre los setos en busca de restos de comida. Y más en un día como hoy, los domingos siempre permanecen algunos excedentes de las inmensas comilonas campestres. 

Pero su actitud cambió cuando vio que se lanzaba descontrolado hacia una joven que paseaba un pequeño terrier, que se echó para atrás asustado. Ella lo sujetó entre los brazos mientras Pulgas se acercaba cariñoso – aunque quizá demasiado efusivamente – hacia sus nuevos amigos.

– ¡Eh, Pulgas, qué haces! ¡Para! ¡Quieto! 

No tuvo más remedio que disculparse ante la chica – y el terrier – que aún temblaba aterrado y miraba a Pulgas con recelo.

– ¿Es que está loco? ¿Cómo lo deja suelto si no es capaz de controlarlo? ¡Casi se come a Polka!

Y Víctor, a pesar de intentarlo con todas sus fuerzas, echó a reír como si fuera la primera vez que lo hacía en mucho tiempo. Diana – que así se llamaba ella – aunque ya tendría tiempo de descubrirlo, le miraba casi con la misma expresión que Polka, una mezcla entre desaprobación e intriga.

– Lo siento, de verdad. Aunque he de decir que Pulgas es completamente inofensivo. Tiene una apariencia un poco desaliñada, pero en el fondo, es un buen hombre. SIento si les ha asustado y espero que no le haya causado ningún trauma a… 

Polka.

– Sí, eso es, a Polka.

La pequeña Polka dio un gritito al oír su nombre, pero su semblante indicaba que le costaba fiarse de los desconocidos. Aún así, parecía que estaba más relajada. Diana también aflojó un poco sus músculos. La verdad es que Víctor parecía un chico agradable.

– En fin, ha sido un placer. Pero debemos seguir caminando. A Pulgas le encanta correr por el patio del Emperador, el que está justo detrás de la arboleda principal. Y él es el dueño de la casa, aunque me cueste reconocerlo… Así que iremos un rato antes de que anochezca. Ha sido un placer, señoritas. Y de nuevo, disculpad los modales del «señor».

– No ha sido nada. Polka es un poco asustadiza, pero se le pasará. Y ahora que se conocen, quizá podría ser buena idea que un día compartamos el paseo por el patio del Emperador. A ella también le gusta mucho.

– ¿Qué dices, Pulgas? ¿Les dejamos venir un día?

– Wauf! 

– Creo que eso es un sí. Y ya os he dicho que es el que manda. Nos veremos.

– Sí, nos veremos.

Diana continuó por el sendero que pasaba al lado del estanque, y por primera vez se percató de que las vayas estaban decoradas con pequeñas libélulas de colores. «¡Qué raro!», pensó. «Juraría que nunca las había visto antes.»

– Vamos Polka, se hace tarde. Y ya hemos tenido bastante por hoy, ¿no te parece?

Diana giró la cabeza, y no pudo ver la cara de satisfacción de su perrita. Sabía que a partir de ese día, nada sería igual. Y, moviendo sus patas con un ritmo rápido, se puso al lado de su dueña, que había empezado a tararear una canción con una alegría poco fundamentada. 

– «¡Hasta mañana!», repitió bajito, para que nadie pudiera oírla. 

Girasoles

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Sólo quedó la marca en la alfombra persa del salón principal, como un enigma aún no descubierto.

Allí, en forma de pepita de girasol, seguía recordando que, pasara lo que pasara, esa noche había cambiado las cosas. Esa noche ya no volvería a ser la misma, como tampoco lo sería ninguno de los asistentes. El vino desparramado había extendido su característico olor por la habitación, como un sonámbulo que se desliza silencioso, sin levantar los pies del suelo. El aroma había embriagado la atmósfera y se había armonizado con la tensión de la velada y algunas palabras mal elegidas.

Allí seguía, testigo en una sala vacía de unos acontecimientos imprevistos. Faltaban explicaciones y faltaba humildad. Sobraba orgullo.

Aquella pepita de la alfombra no era una conmemoración a los paseos por los campos de girasoles en el verano del 67. Más bien reflejaba un pasado que se había convertido en algo difícil de rescatar.

Y es que ellos, como girasoles, miraron demasiado tiempo al sol. Lo suficiente como para quedarse ciegos. Y derramar esa copa de vino.

Recuerdos de España

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¿Cuál era el secreto de Manuela?

Nadie lo sabía. Todos quedaban maravillados con su maestría para preparar el mejor expresso de la ciudad. Los italianos se deleitaban con ese intenso sabor, que recogía la esencia de su país en una armonía perfecta de sabores y olores. Algunos se sentían molestos, incluso indignados, de que sus compatriotas prefirieran tomar un café en el pequeño establecimiento de Manuela, la inmigrante española de pocas palabras, en lugar de visitar las cafeterías típicas de la tradicional Verona. Les parecía un sacrilegio que alguien se atreviera a copiar sus recetas, y les aportara un componente de novedad – ¡Cómo osaba hacer eso! -.

Sin duda, su “caffè speciale” levantaba por igual pasiones y envidias.

Manuela no hablaba mucho, pero siempre sonreía. Eso gustaba a sus clientes, que volvían y disfrutaban de la paz que desprendían sus gestos, que parecían sincronizados con los movimientos de la cafetera. Ella seleccionaba cuidadosamente el mejor café, una vez a la semana en el mercado de la Piazza Bra, y lo limpiaba grano a grano, mientras entonaba canciones, algunas del país que aún tenía dentro del corazón, y otras recién aprendidas, y que en su mayoría eran canciones de la tradición popular italiana.

Nunca hablaba, pero siempre sonreía. Y cuando lo hacía sus ojos se llenaban de destellos mudéjares, rasgueos de guitarra y un atisbo de añoranza.

 

Grandes expectativas

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Le había gustado todo de él, desde su imperfecto lunar en la mejilla hasta el extraño poder de convicción que poseían sus brillantes ojos azules.

Todo lo tenía, absolutamente todo. No hubiera pedido nada más que poder mantener un instante durante una eternidad, retener un suspiro en la comisura de los labios. Un «ay…» siempre dispuesto a hacer su aparición y que bien tenía que ver con sus expectativas, la esperanza de un sueño cumplido, o el anhelo de que ese sueño durara para siempre.

Una lástima. Todo, en realidad, no fue nada. Sólo sobrevivió el suspiro que amenaza con perseguirle día y noche. Todo por su culpa, por tenerlo todo.