¿Hasta dónde?

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¿Hasta dónde llegarías

si no supieras dónde está ese dónde?

Puede que dejaras las plegarias

a ninguna parte, a ninguna persona.

Puede que dieras un primer paso,

que inspiraras lento con los ojos al frente.

¿Hasta dónde se extendería el cielo, se abriría el mar,

se escondería el silencio mientras tú lo persiguieras

en una búsqueda infinita?

¿Cuántos números correrían en tu marcador,

cómo te sonreirías en un espejo

empañado hoy por la rutina de un mañana incierto?

‘Hasta dónde’ podría ser una apuesta del destino

para ver hasta dónde eres capaz de llegar. 

El puzzle

Desde que era una niña, siempre se había tapado los ojos cuando algo le daba vergüenza. En resumen, bastante a menudo. Era un acto reflejo que definía su ansiedad ante determinados momentos en los que nada podía hacer salvo “estar”. Y “estar” implicaba muchas cosas, desde aguantar conversaciones incómodas hasta intentar buscar la palabra adecuada en un maremoto de diálogos enrevesados y sin ninguna finalidad. “Estar” era hacer como que sí, cuando en realidad era que no, o asentir cuando lo que deseaba era salir corriendo de los lugares concurridos. “Estar”, una compleja palabra en la que cabían todo tipo de significados.

Por eso, de algún modo, había desarrollado ese mecanismo de defensa que la protegía de un exterior que no la comprendía. Y cerraba los ojos mientras el color de sus mejillas se veía aumentado por alguna fuerza desconocida, desde lo más hondo de su ser. Sus manos eran su escudo, sus dedos un enigma. Sus motivos, todos.

Se tapaba la cara cuando sonreía demasiado, y también cuando descubría alguna mirada fija en ella. Se escondía cuando veía alguna escena extraña en la calle o en el autobús. Se encogía sobre sí misma cuando sentía que había fallado en algo, o a alguien, pero entonces sus manos se abrían para buscar un punto de apoyo, un guiño de ojos cómplice que le convenciera de que, en realidad, no era para tanto.

Un escudo que a veces era un espejo. O un puzzle.

Y quizá si abriera los ojos, se daría cuenta de que su pieza de sonrisa encaja a la perfección en la vida de otra persona.

Lo importante

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– ¿Qué es lo que más importa en la vida, maestro?

– Esa no es una pregunta fácil de responder – dijo Patricio con aire calmado y pensativo. La vida está llena de misterios, de beneficios y de pérdidas. No hay nada importante, son las personas las que hacen crecer el valor de las cosas. Imagina que posees una manzana y que todo el mundo tuviera un manzano en su jardín particular. ¿Cuál sería su valor? Probablemente el mismo que el de la madreselva que trepa libre por las murallas. Ninguno, más bien un complemento pasajero. Bien, ahora imagina que fuera la única manzana del mundo. O que tú demuestras que ésa, la que tú tienes en tus manos, es la manzana más delicada y más sabrosa en la región. El valor que tú le otorgas, o que la sociedad hace de ella, es lo que cuenta.

– Pero eso no contesta a mi pregunta. ¿Qué es lo que importa más a un hombre en su existencia? ¿Qué es lo que puede hacerle feliz?

– ¿No has escuchado la historia, Calígula? Lo que tú decidas, lo que quieras hacer tu motivo primordial, es lo que va a hacerte feliz. Lo que importa no es siempre lo importante. Lo que importa puede variar según los intereses, las situaciones de cada ser, su humor. Lo que te importa a ti no es lo mismo que lo que hará feliz al vecino.

– ¿Y si no encuentro lo que verdaderamente importa? ¿Y si pierdo la vida intentando encontrar algo inalcanzable?

– Estás muy equivocado con tus indagaciones. Lo que merece la pena, amigo, está delante de tus ojos. Dentro de tus manos. Fuera del corazón. Sólo has de escucharte y conocerte a ti mismo. Y lo verás, como un arroyo de agua clara. No lo busques, deja que la respuesta llegue a ti en forma de música, de un gesto amable, en forma de un proyecto sin terminar. Lo que importa, al fin y al cabo, sólo depende de ti.

 

Ya llegó

 

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Nueva primavera. Sales. Ríes. Estornudas. 

La alergia no tiene nada de gracioso, ni de bonito, ni entrañable. La piel se irrita, los ojos llorosos reclaman un descanso, cuesta respirar.

Y lo ves. Y entonces, la respiración se para por completo.

Primavera, sí. Ya llegó.

Hoy

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No, hoy no estaré pensando en ti. 

Sólo ayer, mañana. Quizá un poco dentro de una semana. 

Puede que te escriba antes de ayer, o en caso contrario te mande una carta en dos semanas.

Hoy no lo haré. Aunque vea tu foto en la repisa. Aunque el destino me recuerde que tengo que estar contigo. Hoy escaparé de él, como en los viejos tiempos.

Hoy correré lejos, hasta que el camino se termine o hasta que las horas se queden estancas en un reloj de pared. Hoy no.

Quédate tras el cristal, con el reflejo sobre tu cara sonriente. Quédate tras los rayos de sol que inundan el cuarto vacío.

Hoy me iré. Huiré sin dejar pistas. No me sigas.

Hoy no. 

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El momento en el que te dejas llevar por la corriente en lugar de aferrarte desesperadamente a cualquier punto de sujeción puede marcar la diferencia. Ese instante de valentía puede medirse en la palma de la mano o podría no hallar lugar en toda la superficie de la tierra. 

Esos segundos de indecisión pueden ser el peso que incline la balanza hacia un buen destino o un camino delirante entre los miedos y la inseguridad. 

Suéltate y salta, o nada, o piensa. Detén tu mente para activar tu vida. Vive, corre, vuela. Sé. 

La ventana

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No sabía qué tenía de especial aquella ventana, pero en la totalidad del edificio destacaba como la estrella Polar en una noche de ciudad. Siempre había llamado su atención, y es que en toda la avenida era la única que conservaba ese marco antiguo con inscripciones del siglo XVII. Había pertenecido, según sus  inconclusas investigaciones, a alguna familia adinerada de aquel siglo, y la habían construido en recuerdo a un familiar que fuera conocido como un músico de renombre en toda la región. 

Ahora la ciudad había cambiado. ¡Vaya si lo había hecho! Y aunque las estructuras arquitectónicas del entorno parecían ir acomodándose a las directrices de los nuevos tiempos, aquella ventana se abría como un túnel al pasado, y sus inscripciones, Veritas in simplice se levantaban como un lema a la vida tranquila y a la felicidad en las pequeñas cosas. «Debió ser un buen hombre» – pensaba para sí, cuando observaba a los pájaros posarse sobre el estrecho alféizar. Es como si las aves presintieran algún tipo de buena vibración, y decidieran impregnarse de ella antes de continuar su viaje». Lo cierto es que los habitantes de la casa también intuían en ella algún tipo de sensación especial. Nunca nadie la había sustituido, y aunque constantemente eran necesarias obras de remodelación en el edificio, esa ventana – que daba a la escalera principal – no había sido tocada, no se sabe si por respeto o por superstición.

Para Mara, ése iba a ser el día. Quería descubrir qué se observaba mirando a través de la ventana, en lugar de conformarse exclusivamente con la perspectiva que podía obtener desde la calle, ya desierta y tranquila. Llevaba algún tiempo dándole vueltas a una estrategia para colarse en el edificio y descubrir cómo se veía el mundo a través de esa antigüedad situada en el segundo piso. Subiría las escaleras en silencio, como si de un acto solemne se tratara, y apoyaría sus brazos para después detener la vista en el horizonte, respirando por primera vez desde hacía muchos años. Anhelaba esas experiencias en las que aún existía un pequeño componente de riesgo, en las que el miedo a ser descubierta hacía más intensa y deseada la meta final. Hoy lo conseguiría, estaba decidido.

Fue más sencillo de lo que esperaba. Sólo tuvo que aguardar el momento en el que algún vecino bajara a tirar la basura, e introducir su pie en la ranura entre la puerta y el marco para que no se cerrara completamente y poder acceder a las escaleras segundos después. Así lo hizo. Una vez dentro sintió una oleada de emociones («Lo he conseguido») y trató de contener las ganas de saltar. Hubiera sido fácil, de todos modos, pero nunca se había atrevido a dar el paso. Ascendió con calma por los peldaños hasta que llegó al descansillo del segundo piso. Tensión, las pupilas dilatadas, el corazón palpitante. Levantó despacio la mirada y allí se encontró, cara a cara, con ella. Su ventana. Tuvo que inclinarse un poco para descubrir el mundo que se abría a través de ella. Estaba abierta, como si hubiera anticipado que Mara la visitaría esa noche. Allí, de puntillas, se quedó un rato observando las luces que se iban apagando progresivamente en la distancia. No se dio cuenta de que el tiempo pasaba hasta que empezaron a dolerle los gemelos al permanecer en esa posición en busca de respuestas que sabía que sólo allí podía encontrar. 

Pensó que tal vez Francesco, el violinista que había habitado ese mismo lugar varios siglos atrás, debió sentirse afortunado de tener un lugar como ese para evadirse del mundo. Supuso que la verdad, como había mandado tallar en el marco, se encontraba en las cosas sencillas. Que no había que perder el tiempo intentando buscar una solución a escala mundial, ella se conformaba con sentirse a salvo en ese mundo de gigantes. Se sorprendió sonriendo mientras pensaba en cómo iba a volver a casa. Eso no lo había pensado. Pero fuera como fuese, hoy tenía una importante respuesta a todas sus preguntas.

«No era necesario empeñarse en buscar una realidad, sino aprender a valorar la que le rodeaba».

Su mundo de gigantes empezó a cobrar sentido y ella comenzó a sentirse un poco menos pequeña.

 

Palabras

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La dejó sin palabras, como una carta olvidada en el banco de un parque tras un aguacero. No se vislumbraba nada excepto unas manchas borrosas que sólo tenían algún sentido si se leían en el orden correcto, como un anagrama. Manchas borrosas que en su memoria le jugaban malas pasadas. Enredaban los recuerdos con anhelos de un futuro imposible, y con sueños que no se cumplían, con pesadillas tan reales que la hacían despertar a cada segundo.

«Los sueños… Tan caprichosos como el viento, que decide por qué calle correr, qué rama partir. Los sueños, que si sólo son sueños nunca cuentan nada, se quedan encerrados bajo llave. Sueños que siempre existen por más que nos empeñemos en hacerlos desaparecer a base de café y una buena dosis de actividad. Sueños envenenados, que te dan pero luego te quitan. «

Era un buen comienzo para la obra, desde luego – pensó Mónica. Las palabras por fin volvían a su mente tras ese flashback al pasado en el que sólo estaba ella, él y un café a medias. Un café en el que no se disolvía ni siquiera el azúcar, y que formaba extrañas burbujas a las que alguna adivina podría haberles otorgado un significado propio, como a veces hacían con los posos de té.

«La adivinación, eso nunca lo había pensado. Podría tener una salida en ese campo, al fin y al cabo, se le daba bien lo de ser misteriosa y otorgar poder a las palabras.»

Las palabras, ésas que no estaban siempre. Sólo cuando él quería. Cuando él la dejaba. Las palabras mudas que a veces callaban. Desaparecían, como el vaho del cristal cuando abrían la puerta del bar.

Auguraba un diciembre silencioso. Entrando de puntillas como un niño asustado. Todavía sin nieve

Paradojas

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La historia, de nuevo, se repite. 

Hace veinte años, como salida de la nada, una joven con alma de escritora.

Hoy, siglo veintiuno, una escritora con alma de estrella fugaz, intenta encontrar su camino en un universo plagado de soles más grandes, más brillantes.

Qué curioso como se cruzan los destinos, cómo las noches se parecen unas a otras como calcos en papel.

Nunca fueron iguales dos veladas del 79 pero sin duda, como un ciclo, las palabras se repiten.

Los poemas, cargados de emoción, vuelven con más significado que nunca, en boca de otros que no tuvieron nada que decir.

Los versos, repletos de metáforas, se disuelven en una memoria que no quiere recordar.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Si tú también fuiste una estrella…