El puzzle

Desde que era una niña, siempre se había tapado los ojos cuando algo le daba vergüenza. En resumen, bastante a menudo. Era un acto reflejo que definía su ansiedad ante determinados momentos en los que nada podía hacer salvo “estar”. Y “estar” implicaba muchas cosas, desde aguantar conversaciones incómodas hasta intentar buscar la palabra adecuada en un maremoto de diálogos enrevesados y sin ninguna finalidad. “Estar” era hacer como que sí, cuando en realidad era que no, o asentir cuando lo que deseaba era salir corriendo de los lugares concurridos. “Estar”, una compleja palabra en la que cabían todo tipo de significados.

Por eso, de algún modo, había desarrollado ese mecanismo de defensa que la protegía de un exterior que no la comprendía. Y cerraba los ojos mientras el color de sus mejillas se veía aumentado por alguna fuerza desconocida, desde lo más hondo de su ser. Sus manos eran su escudo, sus dedos un enigma. Sus motivos, todos.

Se tapaba la cara cuando sonreía demasiado, y también cuando descubría alguna mirada fija en ella. Se escondía cuando veía alguna escena extraña en la calle o en el autobús. Se encogía sobre sí misma cuando sentía que había fallado en algo, o a alguien, pero entonces sus manos se abrían para buscar un punto de apoyo, un guiño de ojos cómplice que le convenciera de que, en realidad, no era para tanto.

Un escudo que a veces era un espejo. O un puzzle.

Y quizá si abriera los ojos, se daría cuenta de que su pieza de sonrisa encaja a la perfección en la vida de otra persona.