Nuria

 

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Día 19 de febrero de 2000

Una de las sensaciones más raras que he experimentado nunca es cuando me sorprendo de las cosas que ya había visto antes. Quiero decir, es fácil soltar un «¡oh!» mientras contemplas un atardecer en las cataratas de Iguazú – o al menos eso me supongo, yo que no he salido de mi pequeñísimo pueblo- o mientras realizas el descubrimiento del siglo en un laboratorio; o en el momento en que aparece una moneda de 500 pesetas en el bolsillo de ese pantalón que había estado en la silla del dormitorio durante más tiempo del necesario.

Pero cuando te sorprendes de las cosas que ya has vivido… Eso es raro. Ayer mismo, me enteré de que mi vecina, la Rosa, era fan, pero muy fan de mi grupo favorito. Y resulta que tenía entradas para el concierto de ese marzo. ¡Será bicho! Yo, que soy su seguidora desde que el mundo es mundo, y allí va ella, presumiendo de que se las ha conseguido el primo del amigo de alguno del otro pueblo. Pues vaya una novedad… Siempre consigue lo que quiere, no entiendo cómo lo hace. A mí me han dicho que les promete besos a cambio, pero yo no termino de creérmelo. Será un poco pedante, pero en el fondo es buena chica. 

Bueno, a lo que vamos, que luego me lío y en lo que va de año – que no es mucho – ya llevo un cuaderno casi completo. Y no es por el hecho de que me cueste mucho dinero conseguir otros nuevos, sino que al final no voy a encontrar sitio para meterlos. Así que venga… Hablemos de sorpresas.

Pues esta fue una de las más gordas de la semana, pero la otra fue aún, todavía, más rara. Resulta que mi amigo Diego, el de siempre, lleva unos días la mar de raro. Tan pronto me habla divertido, como se le va la cabeza y me suelta algún grito, como parece que está atontado volando lejos de aquí. Pero no es sólo eso, resulta que el otro día va y me regala una flor. Lo más normal del mundo, dice mi madre. Siempre ha sido un chico muy amable, afirma. Pero es raro. Y no es que nunca haya visto a nadie regalar una flor. A esto me refiero. Cosas que sorprenden sin ser hechos extraordinarios.

Y yo aquí, escribiendo de él en mi cuaderno… Otra sorpresa. Él tampoco puede ir al concierto así que supongo que iremos a coger moras por el camino hacia Ceresa. Y aunque no sea nada muy especial, y aunque no sean las cataratas de Iguazú, comer moras y cantar canciones inventando las partes que no nos sabemos – porque no es que seamos muy expertos en esto del inglés – siempre es divertido. Pero por favor, sólo pido eso, nada de flores… 

Aquí termina mi reflexión de hoy, antes dilema. Hasta mañana. 

Nuria.

Había una vez…

 

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En todo el pueblo se rumoreaba que estaba loca. Pero loca de atar. Tanto que hablaba sola y sólo por las esquinas, regañando a los gatos por quedársela mirando fijamente. «¡Descarados! A mí, una señorita de alta alcurnia. ¡Serán osados!» 

Se había quedado estancada en el siglo diecinueve, en plena ebullición de los importantes cambios sociales y culturales que trajeron consigo las diversas revoluciones y cambios de mente. No sé si es muy apropiado hablar de mentes, y transformaciones. La verdad es que aquélla no había salido muy bien parada. Seguía pensando que pertenecía a una familia de buena casta, cuando siempre había estado anclada a un pueblo que era una estación de paso en un importante mapa. Un punto inexistente en la inmensidad del país. Una pena.

Nunca habría salido del nido tranquilo y reposado en el que nació de no haber sido por los libros. Sí, esos grandes amigos que la acompañaron desde pequeña, primero en la biblioteca de la escuela y después a través de diversos mercadillos de obras de segunda mano. Ese lugar donde siempre encontraba un tesoro dispuesto a ser abierto, una historia pendiente de ser reinventada. Pilar nunca se abstuvo de comprar una reliquia con más de un siglo de antigüedad, y jamás se privó de estos caprichos, incluso cuando los tiempos exigían apretarse el cinturón. Ella prefería pasar hambre. Y leer. 

Recordaba un poco a don Quijote. «¡Pobre mujer!» pensaban en el pueblo. Pero ella no hacía caso. Daba de comer a sus gallinas por la mañana y por la tarde era feliz, en su butaca de boj tallada a cuchillo, mientras saboreaba una nueva historia, o quizá una novela de Dickens que ya había caído en sus manos con anterioridad. Siempre olvidaba sus gafas en la mesilla de noche, y no era consciente de su forma de refunfuñar mientras caminaba lentamente por el pasillo. Nadie la conocía tan bien como yo, que nunca la había visto.

Y sin embargo era tan predecible, tan entrañable. Como esos personajes de un Londres en llamas.