Gracias

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No tenía palabras.

Lo habían logrado. Todo. Ellos. Con sus bailes, sus risas y sus espontáneos comentarios llenos de dulzura. Lo habían conseguido una vez más. Sin pedir nada a cambio, sólo por el mero hecho de entregarse a un sueño, a una ilusión.

Habían hecho que la multitud se levantara, aplaudiera y gritara de la emoción. No todos los artistas lo consiguen. Pero es que ellos eran unos pequeños artistas, los mejores que había conocido nunca hasta ahora. Tan especiales. Tan incomparables. Tan únicos.

Sólo podía dar las gracias y disfrutar cada momento – seguramente irrepetible – hasta la llegada del verano. Porque aun en silencio, cada segundo seguía siendo mágico.

La camioneta de Evan

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Las minas de Salisbury no eran más que un modo de supervivencia para Evan. Se levantaba antes del amanecer, y en su vieja camioneta de un azul cobalto ya corroído en la parte inferior, se dirigía hacia ese agujero negro en medio de la región. Era un lugar irónicamente dominado por los sueños. A pesar de la aparente necesidad de trabajar en un sitio como aquél, la gran mayoría de los mineros de Salisbury ahorraban su paga para algún capricho o algún proyecto a largo plazo. Algunos tan sólo deseaban guardar sus mensualidades para comprar un billete a la tierra prometida, tan anunciada en los carteles por las calles pavimentadas de los barrios más acomododados.

Evan había renunciado a su sueño hacía tres años. No tenía que ver con un afán desesperado por hacerse rico a corto plazo, ni con la ilusión de dejar de trabajar en la mina para dedicarse a esa pasión oculta que todos los trabajadores de la mina parecían poseer. Su sueño finalizó con una partida en barco en la que se derramaron tres lágrimas y una postal de Nueva York. Cada lágrima correspondía a una pérdida: la de la persona que emigraba y que se autoconvencía de una decisión mal tomada, la de Evan, que se quedaba condenado a ver pasar el tiempo siguiendo siempre la misma constante, y una última, para el iluso que, aunque acompañado, no tenía nada más que eso, una compañía carente de emoción.

Su sueño – se repetía Evan – se había quebrado como las olas en el muelle al partir el transatlántico. El dinero, ahora, de nada le servía. Por eso lo gastaba en las tabernas donde todo permanecía estático, donde no existían ni la perspectiva de futuro ni un mañana por el que luchar, donde las botellas guardaban en su interior recuerdos y se oscurecían con el paso de los años.